REPORTAJE
La burbuja de Sotogrande
Nació hace medio siglo para ser el lugar más selecto de la Costa del Sol. Su clientela teme el desembarco de los nuevos ricos
Sotogrande comienza al otro lado de la barrera y la garita de
seguridad. No hay un alma en la calle. Las cinco de la tarde parecen
aquí una hora somnolienta. No se oye un ruido. Tampoco hay aceras.
Atravesamos casas y parcelas. Una moto. Badenes. Un tipo suda haciendo
footing. A la puerta de un club de golf
nos espera un Jaguar descapotable. Nos guía hacia uno de los confines
de la urbanización. Se detiene ante la rampa de acceso a una residencia.
La puerta mecánica se abre. El Jaguar prosigue hacia lo alto, rodeando
una edificación rectilínea, ribeteada de vegetación mediterránea, y
esconde el morro bajo un porche de glicinias. A la entrada, espera un
hombre de 53 años. Mediana estatura, voz agrietada, de nombre Luis.
Prefiere no hacer públicas más señas. Ni apellidos ni títulos
nobiliarios. Una ley no escrita en la comarca.
El exhibicionismo queda fuera de la burbuja. Digamos, sencillamente,
que el señor con la mano tendida es un veterano en esta tierra.
Empresario. Familia con escudo. Su boda apareció en la crónica social
del diario Abc, y entre los testigos desfilaron del marqués de
Cubas a la dinastía Hohenlohe. En un momento dado dirá que se tiene que
ir porque no llega a una “conference call”. En otro instante: “La gente
aquí quiere estar tranquila, bastante tensión tiene todo el año”.
Entre tanto, muestra la casa “de un amigo” levantada hace ocho años por el arquitecto Valentín de Madariaga.
Proyectista del lujo, con varias residencias en la zona, y cuyo estilo
autodenomina “tecnoárabe”. Una relaciones públicas ha querido que
valoremos la vivienda para evidenciar cómo Sotogrande es un lugar distinto a Marbella:
“No hay grifería dorada; y, para que lo entiendas, no es tanto de
Ferraris y Lamborghinis como de Aston Martin y Jaguar”. En el interior
de la mansión, pasamos junto a una alfombra de piel de león, con la
cabeza aún pegada al cuerpo y enseñando los dientes como si lo hubieran
disecado en el último rugido; proseguimos bajo una cúpula de estilo
tunecino, y atravesamos estancias decoradas con reproducciones
fotográficas “de primer nivel”: unas favelas en la pared del comedor,
mujeres cuya lencería húmeda transparenta el vello púbico (el dueño las
llama “mis primas”), colgadas en el pasillo.
Abandonamos los muros blancos. Fuera hay una hierba tierna como la
moqueta de un palacio. Una piscina desborda un hilo de agua y la deja
caer como una cascada. Se ve el mar, cinco kilómetros más abajo.
Entremedias, todo es Sotogrande: unas 3.000 hectáreas de silencio y
palmeras, 4.560 viviendas, 2.904 personas censadas, una población
flotante que se triplica en verano, una autopista que parte en dos la
urbanización, y un pequeño pueblo en medio donde entre otras señales
luce el neón de un prostíbulo, nueve campos de golf, cuatro clubes de
tenis, otros dos de polo y dos más de hípica, un colegio internacional,
27 bares y restaurantes, un puerto y una marina con el mayor número de
atraques de Andalucía. Unos 250 comercios. Entre ellos, Mercadona, donde
al principio muy pocos confesaban acudir a llenar la nevera.
Las conversaciones aquí suelen empezar por el estado del viento. Luis
menciona el “ponientazo” de estos días, un aire seco, cálido y
perfumado de lavanda. Luego narra cómo llegó en 1971, cuando era un niño
y el franquismo daba los últimos coletazos, y se recrudecía la amenaza
de ETA en San Sebastián. Allí solían pasar las vacaciones. Cuando
desembarcaron en Sotogrande no había más de cincuenta casas. Todo era
campo. Todo era gratis. Todas las familias se conocían. Y todas de
renombre. Como si fuera un tiempo mítico, pervertido por los años, los
pioneros recuerdan veranos asilvestrados, en los que solo existía un
campo de golf y en él se jugaba la Copa de Baco (por cada golpe sobre
par, un trago de fino); pescaban ranas en el río Guadiaro; una yinkana
llevaba a los críos de casa en casa, y se coronaba a la más bella como
Miss Sotogrande.
El título lo ostentaron, entre otras, Teresa Prado, hermana del
actual presidente de Endesa, Borja Prado, nieta del marqués de
Castiglione e hija de Manuel Prado Colón de Carvajal (administrador
privado del rey Juan Carlos, senador, presidente de Iberia y Aena, y
condenado con Javier de la Rosa durante el macroproceso KIO); y también
se coronó a Cristina Soriano y Loinaz, que “era un cañón” y tres veranos
después se casó con un hijo de los marqueses de la Viesca de la Sierra,
con asistencia a la ceremonia de los reyes de Bulgaria y la infanta
Pilar de Borbón, asidua a la urbanización, y la presencia de otros
apellidos de Sotogrande, como los Zóbel y los Sainz de Vicuña, cuyo
pater familias, Juan Manuel, le había entregado aquel galardón de
belleza estival; un hombre a su vez casado con una sobrina de Primo de
Rivera, que forjó parte de su fortuna al introducir durante la dictadura
la Coca-Cola en España. Fue presidente de la compañía, y aún hoy la
fundación de esta empresa conserva su nombre.
Los linajes marean. Y sus cargos. Y el número de vástagos y la
herencia de sus títulos. Uno se podría pasar días revisándolos para
hallar las conexiones. Los hilos. Las tramas del poder. Las tierras y
las compañías que poseen. Muchos de los dueños de todo eso se reúnen
cada verano en Sotogrande desde hace 50 años. Algunos de sus hijos se
conocieron aquí, y en aquellos días largos de los setenta y ochenta se
fueron entrelazando; ahora son sus nietos los que beben un gin-tonic en
el afterpolo, y montan a caballo y juegan al golf. Todos circulan por
aquí en bañador y alpargatas. Con sombrero Panamá, discreción y
anonimato. En coches que huelen a cuero nuevo y en utilitarios con mucho
rodaje.
Tal y como resume José María Ne Solano, dueño de varios negocios de
hostelería en la zona: “Aquí ves a un tío montado en una bici, te
enteras del nombre y alucinas”. Se trata de un turismo familiar, de gama
alta y puertas adentro. En palabras del marqués sin nombre: “Los que no
queremos que nos vean, no nos ven”.
Lo habitual es organizar aperitivos para multitudes y cenas para los
íntimos, y uno puede seguir esa pista por el número de coches aparcados
junto a la cancela. En otro tiempo no había que cursar invitación.
“Bastaba con decírselo a dos o tres, de modo que corriese la voz, y así
se enteraba la gente; o todo lo más con un cartel en el club de playa
del Cucurucho”, narra el periodista y escritor Joaquín Santaella en su
libro recién publicado Cartas de Sotogrande
(Edinexus). Un relato que mezcla realidad y ficción, y disecciona la
urbanización a lo largo de las estaciones. Santaella reside aquí de
enero a julio y de septiembre a diciembre. En agosto se da a la fuga, en
cuanto “empiezan a aparecer todoterrenos acorazados de donde salen
niños y niñas, todos muy rubios, así como sirvientas de varias
nacionalidades, todas morenas”, dice en el libro. Regresa a tiempo para
la fiesta Al fin solos, que celebran en septiembre quienes viven de
forma habitual. Santaella se siente un “bicho raro” en esta tierra; y
ahora, mientras sorbe un refresco en el puerto, le pregunta a su amigo
Ne Solano: “¿Y no crees que el futuro va a estar caracterizado por la
presencia de rusos y chinos?”. Ese es el dilema en Sotogrande: ¿es
posible mantener la burbuja? ¿Se aproxima una invasión?
En esta misma marina, cuenta Santaella en su obra, estalló a
principios de siglo el yate de un mafioso de nombre Buzinski, que solía
tener apostados hombres con metralletas a la puerta de casa. Imposible
trazar el rastro de la noticia. Lo que sí recogen los diarios, más o
menos por aquellas fechas, es la detención en su vivienda de Sotogrande
de Vladímir Gusinski, magnate moscovita de la comunicación, de origen
judío. Considerado “el enemigo número uno de Vladímir Putin”. Acusado
por la fiscalía rusa de una estafa de 240 millones de euros. El día en
que la Policía española hizo cumplir la orden de captura internacional,
el tipo exclamó desde el corazón del lujo: “Están cometiendo un error.
No sabéis quien soy; soy amigo de Bill Clinton”. Durmió unos días en
Soto del Real, igual que haría años después otro de los veraneantes, Francisco Correa, el presunto cabecilla de la trama Gürtel,
con un yate también en este puerto. En prisión, Gusinski recibió la
visita del embajador israelí en España. Pagó la fianza. Volvió a
Sotogrande. Desapareció. Hubo noticias suyas en Tierra Santa. Y en
Atenas. En cambio, Correa, señala alguna crónica más reciente, permanece
por la zona y ficha cada día en los juzgados de San Roque (Cádiz), el
municipio al que pertenece la urbanización.
Santaella añade que aquello sucedió en otra era. Ahora llegan
familias de rusos “normales”. Pero rusos al fin y al cabo. Su amigo Ne
incide: “Se va a producir un cambio brusco. Conservar un cortijo es muy
caro. Las grandes familias han pretendido que esto permanezca cerrado.
No quisieron que se construyera el puerto [se inauguró en 1988]. Ni el
puente que lo unía a la urbanización. No hay dinero para mantenerlo.
Ahora toca abrirlo”. En este lugar, donde a alguno aún le sienta mal que
el heredero de una corona se casara con la nieta de un taxista (este
tipo de debates enardecían las cenas hace diez años, según el escritor),
la pureza y el linaje chocan con los nuevos tiempos. “Y esos leones
decorativos que han metido ahora en el Cucurucho…”, concluye Ne sobre la
remodelación del club donde aprendieron a nadar los niños de la
aristocracia, a cargo ahora de la empresa hostelera de Marbella
Trocadero. Un símbolo del cambio en un paraje donde, de momento, no se
lleva abrir una botella de champán en la tumbona. Ni los felinos: “Esto
en Sotogrande duele”.
El siguiente símbolo lo encontramos en casa de una princesa iraní.
Sobre la mesa de su despacho descansa una noticia del día: “Caberus
compra Sotogrande, el resort de los ricos en España, por 220 millones”. Y
añade, unos párrafos más abajo, la intención de NH, grupo propietario
de Sotogrande SA, de “deshacerse de su elitista pero ruinosa gema
gaditana”. La princesa, Golnar Bajtiar, posee una inmobiliaria en el
sótano de su mansión. Acaba de llegar a bordo de un Porsche Cayenne de
mostrarle una vivienda de siete millones a una pareja ucrania. “Antes
venían familias con mucha solera”, dice. “Ahora son ricos. El mundo ha
cambiado”.
Criada en una familia de la nobleza tribal de Irán, huyó del país con la revolución de los ayatolás.
Su tío, Shapur Bajtiar, fue el último primer ministro del sah. Murió
asesinado en París en 1991. Su padre estuvo al frente de los servicios
secretos… Detiene el relato, cuando una nube recorre su mirada, hasta
hace nada cubierta por unas gafas de sol de Dior. Para reconstruir su
vida, recaló en Sotogrande. Su marido era amigo del impulsor de la
urbanización, un coronel llamado Joseph McMicking que combatió en la II
Guerra Mundial a las órdenes de MacArthur. Conocido en la urbanización
como “tío Joe”, y casado con Mercedes Zóbel Roxas, se convirtió en uno
de los ejecutivos clave en la Ayala Corporation, fundada en Filipinas
por estirpes de origen español, los Ayala y los Roxas, en tiempos de la
colonia. Hoy sigue siendo uno de los conglomerados clave del país,
propietario del Banco de las Islas Filipinas. Sus directivos aún se
cuentan entre los ilustres de Sotogrande. Con club de polo propio.
Al buscar el camino de salida en casa de la noble iraní, nos sonríe
su asistenta uniformada. También filipina. Lolita Bustamante, se
presenta mientras dobla sábanas, lleva 33 años aquí. Se interesa por
nuestro oficio. Dice que estudió periodismo en su tierra hace tiempo.
“El mundo es así, qué le vamos a hacer”. Poco antes, cuando Bajtiar nos
daba una vuelta por su parcela y se detenía en un jazmín rojo que trajo
de Birmania, conocimos a su jardinero, un lugareño de mediana edad con
una hernia en la tripa. De ambos empleados nos acordamos cuando
descendemos al puerto, donde se celebra la feria del atún. Allí se
encuentra el alcalde de San Roque, el socialista Juan Carlos Ruiz Boix.
Frente a una imponente vista del peñón de Gibraltar, explica que
Sotogrande es el segundo motor económico del municipio, tras el sector
petroquímico del que tira la refinería de CEPSA. Una fuente de “riqueza y
empleo” que genera “dos o tres puestos de trabajo” por casa; muchos,
contratados en los alrededores. El contraste resulta notable. Campo de
Gibraltar es una de las áreas más deprimidas de España: la renta media
ronda los 10.000 euros y hay un 35% de paro. “Queremos hacer compatibles
ambos mundos”, añade Ruiz Boix. “Pero Sotogrande no puede ser un
turismo de masa, sino de alto poder adquisitivo”.
Una burbuja en la Costa del Sol. Ese fue el sueño de McMicking y sus
sobrinos Jaime y Enrique Zóbel, de Ayala Corp. Según se ha contado la
historia, quisieron levantar en el sur de Europa un lugar que recordase a
Palm Beach (Florida). Donde se jugase al polo y al golf. Compraron la
finca Paniagua. El terreno tenía playa, río, bosques frondosos de
alcornoque. Gibraltar, con aeropuerto internacional, a 20 kilómetros
escasos. Y más propiedades a explotar en los alrededores. Se comenzó la
obra con el trazado de unos hoyos al borde del mar: el Real Club de Golf
de Sotogrande, que este año cumple medio siglo. Y se siguió con unas
avenidas anchas (más incluso que la carretera de Málaga a Cádiz) y
moteadas de palmeras, con cableado subterráneo y colectores rojos de
agua. Puro estilo americano. Un imán para extranjeros. El cierre de la
verja que rodea el Peñón, decretado por Franco en 1969, obligó a
McMicking y sus sobrinos a tocar a la puerta de familias españolas.
Llegaron apellidos conocidos. Se vendió como una alternativa pausada a
Marbella. Y fue la época del “todo gratis”: del golf a la electricidad,
parte de los gastos corrían a cargo de “tío Joe”, obsesionado con
promocionarla. Cuenta el escritor Santaella que en la inauguración de El
Cucurucho, se trajeron a Frank Sinatra. Y quienes fueron asentándose,
los pioneros, suelen hablar con nostalgia de aquellos días en que “solo
había 50 familias”. Esto era un vergel anónimo. Y ellos, dejan intuir,
se sentían más felices.
A media tarde, cuando el Poniente comienza a traer una brisa fresca
que obliga a sacar las chaquetas del maletero, una mujer elegante, de
pelo rubio y mirada clara, se sienta en una de las mesitas sobre el
césped. Tiene 40 años y, frente a ella, en medio del remolino de
sombreros, se entregan los trofeos de la copa de bronce del 43º Torneo
Internacional de Polo. Su marido, Álvaro de Rivera y Olalquiaga, hijo
del marqués de San Nicolás, serio y con el cabello peinado hacia atrás,
se escabulle a pedir unas bebidas. Ella, Belén Domecq Zurita, le encarga
una coca-cola y trata de explicar cómo ve este lugar: “Es complicado.
La premisa es la prudencia. No contar mucho. Es parte del secreto de
Sotogrande”. De hecho, aunque haciendo gala de esa prudencia, ha
preferido disimular su nombre, unos minutos después alguien prevenido en
el papel cuché la reconoce como miembro de la familia jerezana. “Antes
era completamente diferente”, prosigue. “Cuando tenía 15 años hacíamos
sangriadas y hogueras en la arena. O quedábamos en casas. No había
sitios como este donde dejarse ver. Al polo se jugaba en la playa”. El
acontecimiento del verano, añade, era la obra de teatro que escribía y
dirigía el jurista Antonio Garrigues Walker.
Se representaba en el jardín de su casa. Para veraneantes en
Sotogrande. Con intérpretes de Sotogrande. “Era el evento único y
total”, dice Domecq. “Todos han sido actores de la Oda. Y todos hemos
ido a verla”.
Ahora, la competición equina es la principal pasarela. La imagen
icónica. El recinto donde se dejan retratar Jaime de Marichalar, Ana
Rosa Quintana y Sarah Ferguson. Un punto de encuentro entre campos de
hierba algodonada. Con tiendas, bares y restaurantes. Y donde un coche
de golf te acerca a las instalaciones. El torneo, organizado por Santa
María Polo Club, se ha colado entre los grandes de la disciplina, “y ha
matado la temporada de alto nivel de agosto en Inglaterra”, recogía en
junio Financial Times. En estos momentos, hay 1.200 caballos de
medio mundo en las cuadras de la región. El yate de James Packer,
tercera fortuna de Australia, dueño de un imperio de casinos, y uno de
los patronos más importantes de este deporte, fondea frente al puerto
con tantas antenas y satélites que parece una fragata de la guerra fría.
Acaba de ganar sobre la hierba el argentino Adolfo Cambiaso,
considerado el mejor jugador de la historia. Y mientras este golpeaba la
bocha, Camilo Bautista, magnate de las finanzas colombiano, y patrón
del equipo Las Monjitas, con perfil bajo, gafas de sol redondas y
alpargatas, comentaba en su palco: “Aquí tienes el clima, el mar, la
piscina. Apenas llueve. Un placer para uno y la familia. Ofrece
distracción y seguridad. En este mundo globalizado, la oficina la tienes
donde te sientes. Es como tomar unas vacaciones, mientras pasas un mes
jugando al polo”. Un deporte raro en el que quienes lo financian, como
él, son uno de los cuatro jugadores que saltan al campo; habitualmente,
el peor de ellos. Un disciplina aún deficitaria. De público selecto y
escaso. Pero en expansión en Sotogrande.
Desde estos campos, se ve un terreno yermo sobre el que la familia
Mora-Figueroa, la tercera mayor fortuna andaluza tras la Casa de Alba y
Luis del Rivero, con un patrimonio de 850 millones de euros, según Forbes,
planifica dos hoteles de lujo, un centro comercial y 50 villas con
atraque. Suyo es el Santa María Polo Club. Y parte del negocio de
embotellado de Coca-Cola. A su estela, la comarca entera espera
convertirse en algo llamado “distrito equino”. Un paraíso de la hípica.
Abierto todo el año. Bien visible y promocionado. A medio camino entre
Dubái y el continente americano. Adiós al edén vedado. Aunque llevaba
años incubándose. Al final de los ochenta, Sotogrande salió a Bolsa a
1.130 pesetas la acción y la urbanización comenzó a crecer y abrirse.
Hoy, uno ya no encuentra solo multimillonarios. “Hay distintos niveles”,
zanja un veraneante con apartamento cerca del puerto. Se venden pisos
por 130.000 euros. La apertura de la verja también contribuyó a la
llegada de nuevos propietarios. Hay mil personas de Reino Unido censadas
todo el año. Muchos, llanitos como Tom, que resume con un suspiro las
bondades del lado de acá: “Uff… aquí hay espacio”. Añade haber pasado
momentos tensos, como el verano pasado, cuando se quemaron coches con
matrícula de Gibraltar.
En los ochenta llegó también Adrian van Loon, un consultor holandés
que hoy preside la Asociación Cultural de Sotogrande. Tomando una caña
tras el polo, dice que al principio no era capaz de explicar a sus
amigos dónde vivía: “Esto no existía en el mapa. Tenía que dibujarlo”.
La Ryder Cup, celebrada en 1997 en el Club de Golf Valderrama, ubicó
definitivamente el territorio, según Van Loon. El club se encuentra en
la parte alta. De su remozado definitivo se encargó Jaime Martín Patiño,
nieto del emperador de las minas de estaño de Bolivia. Cuando llegamos,
hay una fila de coches en el aparcamiento. Por orden: Jaguar, Mercedes,
Lexus, Mercedes, Volkswagen, Porsche, Mercedes. En verano solo admiten
socios. Y a sus invitados. El director general, Javier Reviriego, no
facilita la suma de la cuota anual. Pero sí el precio por jugar 18
hoyos: 350 euros. “En línea con los mejores campos del mundo”, subraya.
Estos días ha estado echando unas bolas el cocinero José Andrés. Un
caddie nos sopla que Esperanza Aguirre suele dejarse ver. Pero tampoco
son demasiados abonados: 450. Y muy pocos se cruzan. Es parte de la
filosofía. Una burbuja dentro de la burbuja. Un paseo entre los
alcornoques le baja a uno las pulsaciones. No se oye un murmullo: el
viento azotando las copas, el golpe de una madera a lo lejos. La vista
en el hoyo 11 hacia las aguas del Estrecho resulta espectacular.
Por esas mismas aguas suele salir a pescar Antonio Garrigues Walker
temprano. Tiene 79 años y dice sobre la perspectiva de cumplir 80: “Os
aseguro que acojona”. Por eso, a las nueve, lleva ya una hora de
estiramientos. Le seguimos al volante de un Ford Fiesta de los noventa.
Para a comprar tres periódicos. Desde el pantalán, se sube de un brinco
al Marta II, y saluda a Juanmi, el algecireño que le acompaña desde hace
12 años en esta “cajita”, así llama el presidente del bufete Garrigues
al pesquero que uno puede recorrer en cinco pasos. Lleva cuatro cañas en
la popa. Antes de salir a faenar, atraca junto a Ke, una de las
cafeterías más concurridas del puerto. Al verle, un camarero exclama:
“¡Hombre! Ahora ya sí que es agosto”. Y se dirige a él por su nombre:
“Señor Walker”. Pide café solo. Comparte unos churros con su marinero. Y
enseguida arranca el barco que ronronea como un gatito. Da una vuelta
por la marina, una zona de apartamentos con atraque a la puerta. Los
canales recuerdan vagamente a Venecia. Hay un yate de 23 metros
encajonado entre edificios y, cuando lo dejamos atrás, Garrigues define
la época que atraviesa Sotogrande: “La masificación”.
Él llegó cuando esto “era una parcelita”. Es de los primeros
moradores. El despacho de su familia se encargó de los asuntos legales
de la operación. Él, a su vez, es concuñado de Jaime Zóbel de Ayala, uno
de los fundadores. No ha fallado un verano desde los sesenta. Y
mientras atraviesa la bocana del puerto, cuenta que lo que más le atrae
de este refugio es el mar. Si puede, sale cada mañana, lanza los
anzuelos y navega en paralelo a la playa casi hasta Gibraltar. Se ven
búnkeres de la guerra civil y paseantes en la orilla. Los peces no pican
demasiado. Es lo de menos. Lee la prensa. O repasa su obra de teatro.
El día antes de salir a pescar, nos cita al atardecer en su casa para
asistir a un ensayo. Quedan cuatro días para la función. La vivienda es
sencilla y antigua. Un chalé de ladrillo blanco y dos alturas. Hay
cinco coches a la puerta, síntoma de que allí dentro, en la intimidad,
se cuece algo. La puerta se encuentra abierta. Atravesamos el salón
hasta el jardín donde hay colocadas 200 sillas sobre la hierba, frente a
dos escenarios. Un cartel expone: “El pasado que empieza. Tres poemas
en homenaje a todos los recuerdos, de Antonio Garrigues Walker”. Los
actores van llegando. Entre ellos, el economista Carlos Rodríguez Braun,
el director general de Becara, Johnny Aranguren y Lupe Barrado, que fue
actriz hace tiempo. Este año presenta “una obra menor”, explica
Garrigues. Desde que organiza el evento, hace 42 años, solo falló en
2013, cuando su mujer sufrió un ictus del que parece haberse recuperado.
Hoy circula por la casa dando instrucciones. Y él le pregunta
constantemente: “¿Te gusta?”, mientras se mueve arriba y abajo entre las
sillas y escucha declamar a los actores frases existenciales, pues este
es el sello Garrigues: “¡Que levante la mano quien confíe aún en la
libertad auténtica…!”.
Cae el sol y el puerto se ve de color dorado desde el jardín. Aparece
otro de los intérpretes clásicos, Tomás Gaytán de Ayala, conde de
Valdellano, que este año ejerce de presentador. Y también llega Ana
Luisa Elzaburu, condesa de Buena Esperanza, que se encarga de la puesta
en escena y del vestuario; y hermana de Gloria Marroquín, otra de las
veteranas, que recita: “… una noche de agosto de un verano tristísimo.
Te dormiste en mis brazos con una caracola y un espejo”. Cuando algún
actor se traba, Garrigues dice en voz baja que le va a dar un infarto en
el estreno. Y comenta que una vez saltó el riego con mil personas en el
jardín. En más de una ocasión le ha llovido. Por eso, al día siguiente,
a bordo del barco, le pregunta a Juanmi con insistencia si ha cambiado
la predicción meteorológica para la noche en cuestión. “Ocho nudos y
viento del Este, don Antonio”. De momento, frente a la playa, solo ha
picado una caballa delgaducha. La superstición marinera ha llevado a
pensar a la pareja que si divisan alguna mujer en toples en la arena
tienen pesca asegurada. Y así, con más bien poca captura, suelen
regresar cada día a puerto. Aunque es probable que en un futuro próximo
haya más suerte.
Enlace:
http://elpais.com/elpais/2014/08/26/eps/1409074603_446256.html?rel=rosEP
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