«Sotogrande es España pero no es España»
Sotogrande para la mayoría de los españoles es una famosa levantando una copa de plata en un torneo de polo en las páginas del Hola
en la peluquería o en el cuarto de baño para los lectores vergonzantes.
Alguna modelo y un jinete sudoroso y forrado que juega a un deporte que
no lucha por audiencias televisivas. Sotogrande, para la minoría que
lee periódicos, es el Tostóngrande de las crónicas de verano de Carmen Rigalt, cuando alude a la función de teatro que organiza todos los años Antonio Garrigues Walker en su casa de veraneo. Antonio ¿qué?, no, esa foto ya no sale en las revistas de peluquería de barrio. Sí puede ser que salga Ana Rosa Quintana, que es muy de Sotogrande, igual que Inés Sastre.
Pero no es lugar de famoseo. Eso se lo dejan a Marbella, tan cerca, tan
lejos. Porque Sotogrande es esa llanura verde, la desembocadura del río
Guadiario, que, en la bajada desde Manilva, parece una alfombra que
lleva hasta el peñón de Gibraltar. Tan lejos y tan cerca, también, de
Tarifa, donde llegan otro tipo de inmigrantes, pateras y cometas en el cielo.
Es
un sitio raro. Urbanización capaz de crear pueblecitos alrededor. Para
el servicio, claro. Igual que en una casa amplia está la zona que ocupa
la interna, en la trasera de Sotogrande se fue haciendo hueco para que
vivieran los jardineros, los manitas, la clase trabajadora de un sitio
donde se juega al golf y al polo. Son unas avenidas planificadas como en
California a principios de los años sesenta que, a lo tonto, han
acumulado cincuenta años de trozos de césped bermuda perfectamente
peinado en la entrada de las casas. El sueño de Joseph McMicking,
el filipino de ascendencia anglo y española, pasado por Stanford, que
quiso hacer la mejor urbanización del mundo con un kilómetro de playa y
mucha agua para regar campos de golf.
¿Cómo
se vive en un enclave semejante? ¿Cómo ha evolucionado su vecindario?
¿Existe acaso ya el habitante de Sotogrande durante todo el año? Pues
sí. Joaquín Santaella es uno de ellos. Este periodista y escritor acaba de publicar Cartas de Sotogrande, en Edinexus,
un volumen donde, a través de cartas a una amiga que no entiende cómo
se puede vivir allí, va explicando cómo es el día a día de una colonia
extraña, porque, como dice una de las niñas del colegio internacional de
la urbanización: «Sotogrande es España pero no es España».
Esa
es la sensación que se tuvo cuando se celebró en Valderrama la Ryder
Cup de 1997. Estábamos en España, había españoles entre el público, pero
fundamentalmente extranjeros apasionados de aquellos swing, putts,
hoyos. Extranjeros con dinero y chubasquero tirando de sus
sillas-bastón mientras nuestros políticos horteras daban buena cuenta
del jamón en las carpas de cortesía. En el mejor campo de golf de Europa
continental, como pretendió Jimmy Ortiz Patiño,
su presidente, descendiente de reyes del estaño bolivianos, habitante
más que temporal de Suiza, anglo por educación, ciudadano del mundo que
nada tiene que ver con el anuncio de la cerveza San Miguel y sí con esa
condición de élite que no entiende de fronteras. A su funeral, cuenta
Santaella en su libro, acudieron los trabajadores del campo en mono de
trabajo, a modo de homenaje al patrón exigente que, a la vez, estableció
las primeras becas en España para formar a greenkeepers en EE. UU.
Aquella
Ryder fue todo un hito, aunque lloviera casi como en el monzón. Cuatro
días que dieron empleo a toda la comarca durante meses. Casas que se
alquilaron a precios de agosto. Como la de Loreto Vega de Seone y su marido, Philip Ogilvie. En su casa se dio de cenar a los Bush, los senior, Barbara y George,
y su marido, un reconocido auditor de cuentas, doctor en Teología por
Oxford, no dudó en ejercer de mayordomo muy bien pagado durante unos
días en su propia casa, protagonista, sobre todo la cocina de Loreto, de
muchas de las escenas del libro de Santaella.
Antes
de la Ryder y después se celebraron en Valderrama varios Volvo Masters,
que era el premio que ponía el broche a la temporada del Tour Europeo.
Fotos de aquellos putts, drives y del público cuelgan
en el Ke, el bar del puerto deportivo que es el centro neurálgico de la
vida de la urbanización durante todo el año.
No fue Valderrama el primer campo de golf. Ese honor es del Club de Golf Sotogrande, el primer diseño de Robert Trent Jones
en Europa, que eligió personalmente los terrenos y plantó un tipo de
bermuda desconocido en España. Primero los hoyos, luego las casas. El
dibujo de la casa club lo firmó Luis Gutiérrez Soto, máximo exponente del racionalismo en España.
Solo
entonces se empezaron a construir las casas. Y las piscinas. Era la
España del 600, de Benidorm y de las piscinas sindicales donde apenas se
cabía para hacer unos largos. Eso era privilegio en Madrid de los
socios de Puerta de Hierro y el Club de Campo, de los huéspedes de algún
hotel y de los clientes de alguna privada como la de El Lago. Pero las
había en las casas de Sotogrande. Algunas de ellas, a principios de los
setenta, fueron fotografiadas por Slim Aarons, retratista de la jet internacional, posando en jardines y piscinas en Costa Esmeralda, Acapulco, Palm Beach y la Costa Azul. Aquí están algunos de los apellidos emblemáticos de los pioneros de la urbanización: niñas Melián, Zobel, Rothschild, Vállejo Nájera. Fue Freddy Melián
el encargado de buscar los terrenos a MacMicking y allí se quedó desde
el principio, a supervisar unas obras con calidades de urbanización de
lujo de California, donde había estudiado y hecho negocios su jefe. Ese
bucle curioso del mejor turismo en el sur de España: copia de California
que, a su vez, imita la arquitectura señorial andaluza.
Porque,
aunque la casa club la firmara Gutiérrez Soto, algunas de las casas más
emblemáticas de Sotogrande dejaron el racionalismo y prefirieron
recrear el cortijo andaluz con arquitectos como Rafael Manzano, premio Richard H. Driehaus de arquitectura clásica, que no todo va a ser el Pritzer. Manzano diseñó La Manzana, la casa de Joseph Kanoui, el discreto empresario francés responsable de Cartier. En 2006, en plena burbuja, el Sunday Times informaba de que la casa estaba a la venta por veinticuatro millones de euros.
Pero el lujo ostentoso no es el sello de Sotogrande, más allá del tamaño de los casoplones. De hecho, cuenta una hija de Melián aquí que
cuando Slim Aarons iba a hacer fotos a Sotogrande tenía ciertas
dificultades porque «las familias que iban allí eran glamurosas por ser
cero glamurosas». De hecho, en sus décadas iniciales, había «bola negra»
en Sotogrande. Se le dijo que no a Sean Connery, por ejemplo y tampoco, según cuenta Santaella, cundió el entusiasmo cuando Frank Sinatra,
que acudió a cantar a la inauguración del Club de Playa o Cucurucho,
mostró interés por el enclave. Tampoco querían a dictadores
sudamericanos. Sí consiguieron casa embajadores de EE. UU. en España o,
por ejemplo, Antonio Muñoz Cabrero, ese primo de Emilio Botín, guapo, casado con una Furstenberg
en la catedral de San Patricio, que aparece en el libro buscando a
Tronco, su perro. También era banquero, máximo responsable de Citi, George Moore, fallecido nonagenario en su casa de Sotogrande. También se murió allí su hija Pia, cuyos amigos mantienen la página en Facebook In loving memory
de Pia Moore, una manera de hacerse una idea de las vidas de estas
chicas que reparten su tiempo entre universidades de EE. UU. y España,
con el inglés como idioma casi principal.
Una
parte interesante del libro es la que se dedica al servicio. Desde la
asistenta, hija del chófer de McMicking, tío Joe, hasta los filipinos,
con su asociación y todo, de la que forman parte ciento doce y se reúnen
al lado de la iglesia. Alguno de ellos llegó para servir a los Zóbel, familia del fundador, como los Ayala, introductores del polo en la desembocadura del Guadiaro. De hecho, uno de ellos, Enrique,
se quedó paralítico jugando al polo. En verano, durante los torneos,
las canchas se llenan de millonarios sudamericanos, de indios, ingleses y
apellidos españoles como Urquijo, Domecq o Figar.
Allí tienen casa los Vallejo-Nájera y, cómo no, los Zóbel. Fernando, uno de ellos, pintor abstracto reconocido, fue el más importante impulsor del museo de arte abstracto de Cuenca y amigos como Gerardo Rueda, también pintor, decoraron algunas de las casas de Sotogrande, de esas que siguen llenando las páginas de Casa y Campo.
Pero
Sotogrande va cambiando. Hay más pisos. En agosto, se llena todo de
todoterrenos oscuros con familias clónicas que vienen de Madrid, los
niños vestidos iguales, las internas de uniforme. Pero en las casas ya
no hay sitio para ellas y duermen en un hostal en los alrededores, según
cuenta Santaella. Para los que no tienen casa, hay más arriba un hotel
NH con ofertas más que razonables de media pensión. En la zona alta de
la urbanización se han construido unas casas poco acordes con el
espíritu original. Casas trofeo de los rusos que han empezado a llegar,
con mucha vigilancia. Ellas, más ostentosas que lo que se precisa en el
polo. A los de toda la vida tampoco les gusta hablar de Correa, el de la Gurtel, o de Miguel Blesa, que se pasea ufano por el puerto y por el mercadillo.
Quien
espere encontrar en esas tardes de polo pamelas y joyones se equivoca
de sitio. Allí se va en vaqueros viejos y camisetas gastadas. De hecho,
Santaella cuenta en el libro que el ir vestido con ropa muy manida, al
más puro estilo de los lores ingleses que le dejaban la nueva a los
mayordomos, se ha llevado a un punto esnob en la urbanización. En Soto.
En esas tardes donde hay tiempo para admirar la pintura de un hermano de
Esperanza Aguirre en un hotel o pasarse por la galería de Nando Argüelles, donde ahora expone Mónica Ridruejo o Isabel Andrada Vanderwilde, por ejemplo. Todas «encantadoras», seguro. Como este libro que nos habla de ese sitio extraño que ya tiene medio siglo.
La última noticia sobre Sotogrande habla de la inauguración de Trocadero
en el club de playa. Ya hay dos en Marbella. A la fiesta acudió el
millonario Carlos Slim. Arriba, en Castellar de la Frontera, tiene casa
su amigo Felipe González. En los ochenta estaba lleno de hippies. Hasta allí subían los niños bien de Soto a por algún porrito. Eso no aparece en el libro. Total, ahora no quedan hippies. Aunque, algunos, en el polo, vayan casi vestidos de ellos. Hippy chic. Shabby chic. Sotogrande. Raro.
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