De la ciénaga a El Dorado
Vista aérea del Club Sotogrande en la actualidad.
EL MUNDO
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La exclusiva urbanización gaditana, por donde han pasado celebridades como los Bush, Maria Callas o Frank Sinatra, celebra sus primeros cincuenta años
JESÚS NIETO JURADO
El fundador del Club Sotogrande, J. Mcmicking, (a la derecha) con Domenec de la Riva
Bajo la sombra del Peñón y muy cerca de donde el río Guadiaro
curva entre lagunas sus marismas, Sotogrande aparece como un oasis de
verdor y lujo en la deprimida comarca del Campo de Gibraltar (Cádiz).
Ubicada estratégicamente casi entre tres mundos y dos mares, Sotogrande
pertenece a la villa de San Roque, pero la pujanza de la urbanización es
tal que la convierte de facto en una localidad aparte que brilla con
luz propia cinco décadas después de que McMicking inventara su leyenda.
Joseph McMicking fue en la alborada de los 60 lo que hoy
conoceríamos como un foráneo emprendedor. Oficial del ejército
americano, McMicking, que incluso luchó en la batalla de Filipinas con
el recordado Douglas McArthur, contrajo nupcias con una filipina de
posición acomodada de ascendencia española, Mercedes Zóbel.
Pues bien, el susodicho fundador de Sotogrande (como escapado de
una novela de García Márquez) tenía el anhelo de implantar un complejo
residencial en España al modo de las urbanizaciones norteamericanas, y
más como un capricho arquitectónico y urbanizador que como un un mero
negocio -que también- al aire de no pocos tratados sobre el más idílico
urbanismo residencial gringo.
Tal y como aventura el escritor algecireño JJ Téllez, J.
McMicking queria "completar el Imperio de la Costa del Sol con una
inversión inicial de capital filipino y norteamericano que se cifró en
unos dos mil millones de pesetas" y a ello puso a su subalterno Freddy
Melián quien, tras buscar por Formentera y otros parajes patrios,
encontró el Edén de Sotogrande a partir de la finca principal de
Paniagua, a unos cuantos kilómetros del Peñón, de la Costa malagueña y
de sus no pocas ventajas. Algo que causaría la extrañeza de los
"camperos" de la campiña del Guadiaro, para quienes esas tierras no
"servían ni pa sembrar papas". Qué ironías.
Sobre el origen de la urbanización, el periodista Joaquín Santaella, escribe en su reciente Cartas de Sotogrande,
y citando a un testimonio, que el Sotogrande de los inicios estaba
constituido por unas fincas rústicas sobre las que pesaba la prohibición
de ser vendidas a extranjeros ; sin embargo, los contactos con el Pardo
lograron sortear este impedimento con una cláusula expresa e insistente
de Franco: que jamás se vendieran las tierras a yanitos. Claro que con
el paso del tiempo, la urbanización se convertiría en el preciado objeto
de deseo de la "jet gibraltareña" y, cómo no, de los pueblos de
alrededor como Castellar o La Línea para los que disponer de un hijo
trabajando de caddie en el Club de Golf significaba un plato más en la
cena.
En el libro Yanitos, viaje al corazón de Gibraltar, rememora JJ Téllez que poseer una segunda vivienda en Sotogrande ha sido símbolo de poder en el establishment
del Peñon desde la apertura de la Verja, y que hasta la clase
media-alta de la Colonia empezó a colonizar urbanizaciones colindantes
de inferior rango, como Los Cortijillos o Torreguadiaro, emulando a los
pudientes de la Roca que, como Picardo o Caruana, figuran en su lista de
residentes.
Un punto decisivo en la génesis de Sotogrande fue el proceso de
adquisición de los espacios rurales para la construcción del núcleo
urbano. Juan I. T. Huertas recuerda que a los propietarios de las fincas
que componen el solar primigenio de Sotogrande se les compraron las
tierras a unos "precios elevados para el entender de la comarca", pero
"ínfimos en comparación a las cifras que manejaban las esferas
financieras de la época". Huertas comenta que "a uno de los
propietarios, el miembro menos lúcido de la saga de "los Morringas" de
Jimena, el emisario de McMicking (que algunos creen antiguo testaferro
de la familia Marcos) le compró la finca por 50 millones de pesetas.
Haciendo alarde del abultado fajo de billetes, el nuevo rico fue
paseando su buena ventura invitando en los bares de la zona. Cuando supo
que el barrizal de su vendida finca habría multiplicado su valor en un
breve lapso de tiempo -concretamente en 950 millones-, se ahorcó en una
encina a orillas del río Hozgarganta". Igualmente se rumorea en la
comarca que cuando a otro de los propietarios le ofrecieron el doble de
lo estipulado por sus terrenos, tuvo tal sobresalto de dicha que murió
de un infarto repentino. Se sabe asimismo que McMicking se negó en
rotundo a que los dictadores latinoamericanos se instalasen en su
quimera: historias, varias, que engrandecen el mito del complejo
urbanístico.
Hoy, cincuenta años después del sueño de McMicking, Sotogrande,
entre campeonatos célebres de golf y polo, sigue siendo el epicentro del
verano más elegante de los confines occidentales de la Costa del Sol,
allá donde los vientos mecen las buganvillas y esparcen el dulzón olor
de los jazmines. Cincuenta años no son nada, o son mucho, pero guardan
la memoria de haber visto desfilar por sus calles a Frank Sinatra o
llorar a María Callas sus desamores mientras por la otra acera podían
pasear despreocupados los herederos de cualquier casa real bajo la
mirada del histriónico Fabian Picardo.
Por milagro o por un compromiso secreto con la identidad de
Sotogrande, la marca de la urbanización conserva, a su medio siglo, un
plus de refinamiento frente al empuje eslavo o "estilo nuevo rico" de
las cercanías. Por algo, el exitoso publicista linense, Juan A.
Corbacho, sigue viendo a Sotogrande como "la Marbella en plan culto,
pisha".
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